Français? ¿Español?

Que el idioma desconocido no te amedrente. Bajando por la columna de la izquierda, después de mis libros y antes de otras rúbricas, se pueden leer textos míos. Algunos están en castellano, otros en francés, otros en ambos idiomas.

N’ayez pas peur de la langue inconnue. En descendant par la colonne de gauche, après mes livres, après les critiques, et avant d'autres rubriques, il y a des textes que j'aime partager. Ils sont tantôt en français, tantôt en espagnol, tantôt dans les deux langues. Je ne sais pas faire autrement.

lundi 21 mars 2011

El otro: reflexión sobre la alteridad.

Vino a hacerme un regalo. Quizás el más bello que he tenido en la vida. Nuestras relaciones habían sido hasta ese día como todas las relaciones, una serie de intercambios teñidos de ambos lados, seamos realistas, de cierto interés. Venía a visitarme, alegrando mi soledad, y yo lo invitaba a comer, halagando su finísimo paladar. Me lo agradecía afectuosamente, y yo me enorgullecía de haber sabido procurarle un real placer. Disfrutábamos también, no hay razón de ocultarlo, de agradables momentos de tierna intimidad. Pero a menudo pasaba ante mi casa sin concederme ni siquiera una mísera mirada; y a mí me sucedía olvidar por completo que él existía. Era orgulloso y su confianza no era fácil de obtener. No puedo decir que lo conocía de verdad. Se conoce difícilmente al otro y, paradójicamente, aún menos a quienes frecuentamos con frecuencia. Habría que desaparecer ante nosotros mismos para no perturbar la percepción de la realidad del otro con el espejo deformador de nuestra propia y estorbadora sustancia. O por lo menos, ante la imposibilidad de desaparecer, habría que lograr liberarse del yugo de nuestros deseos y expectativas, también de nuestros miedos, así como de todo lo que condiciona la relación. Faltaría aún, o sobre todo, que el otro acepte mostrarse ante nosotros tal cual es. Esto ocurre raramente.

Una vez, años atrás, lo traje a mi casa después de haberlo cruzado en la calle tan a mal traer que asustaba verlo. Hice entonces lo único que sabía con certeza que él apreciaba de mí: le preparé un guiso de los más exquisitos y se lo serví. Se acercó al plato haciendo un esfuerzo inmenso, me parece verlo aún, y a pesar de lo mal que se encontraba, ingirió varios bocados, lo que logró calmar mi inquietud. Estaba segura de que si lograba despertar su apetito su deseo de vivir triunfaría; y los hechos me dieron razón.

Creí que había olvidado por completo este episodio hasta ese día, después de una larga ausencia, en que vino por última vez. Fue en esa oportunidad, cuando su gesto no podía obligarme a ninguna gratitud, nuestra relación libre ya de todo mañana, que me hizo el regalo extraordinario de ofrecerse a mi mirada. Sus ojos brillaban con una profundidad extraña y expresaban sin palabras su propia y deslumbrante realidad. No esperaba nada, ni siquiera compasión, estaba mucho más allá, la inminencia de su muerte era evidente; lo que quiso ofrecerme, y lo sentí con fuerza, fue que yo goce del inmenso privilegio de admirar toda su grandeza.

Después, bajó del sillón, donde lo había instalado, y me pidió que lo dejara partir. Con los ojos empañados por las lágrimas le abrí la puerta. Se fue sin un ruido, dignamente, al ritmo de su suave andar felino.

Sigo sin entender que su desaparición me haya afectado tanto. Sus amos nunca dieron con su paradero.

23 de julio 2007

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