
El desierto de Atacama, en el Norte Grande de Chile, se impone al viajero cuando deja la triste ciudad costera de Chañaral y toma la Panamericana rumbo al Norte. Al terminar la subida de la Cordillera de la Costa, el viajero descubre el comienzo de la inmensidad. A diferencia de los desiertos de arena, donde todo es susceptible de cambiar según el capricho de los vientos, en Atacama es la grandeza inalterable del paisaje que provoca la admiración e invita al recogimiento. La mirada puede detenerse en una colina cercana o bien perderse en el lejano horizonte donde reinan las inalcanzables cumbres nevadas de los Andes. Por momentos admiramos con asombro interminables planicies cubiertas de piedras extrañas, de tamaños y aspectos diferentes, venidas de ninguna parte, expuestas allí, eternas. El suelo es firme, seco, sin el más mínimo asomo vegetal. Ninguna vida orgánica perturba el silencio y la inmovilidad. De día, el paisaje se viste de tonos ocres, variando entre matices rosados, amarillentos y azulados, y de los tonos blanquecinos de sus salares, incomparables éstos en extensión y sequedad. Es una belleza mineral, inspirada por los elementos primarios. De noche, el desierto inmóvil toma vida cósmica y se deja admirar por el cielo estrellado y amar por la luna, cuando viene a descansar en tan bella inmensidad.
Nunca he permanecido una noche en el desierto, pero mi espíritu lo hace con frecuencia. En medio de la más infinita soledad, encuentra la eternidad. Renace ante la idea de ser una piedra entre las piedras, ante la idea de ser, simplemente. De estar allí, por la eternidad, expuesto a la mirada de las estrellas, más allá del deseo, más allá de la vida y de la muerte.
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